Por Arturo Corcuera
El panorama del país, al asumir el poder el presidente Ollanta Humala, era de paz y optimismo, de entusiasmo y confianza en el equipo de Salomón Lerner, de concordia y diálogo que se reflejó en el despegue de la popularidad del presidente en las encuestas, situación muy diferente si se compara con el paisaje de sangre y duelo, de indignación y zozobra que predomina hoy con el premier Óscar Valdez.
Nunca pensé que Humala insertaría en su entorno a militares renuentes al cambio y que nunca dejaron de lubricar su magín con ideas matonescas. De ahí el lenguaje ríspido y confrontacional del actual premier —las heridas del Perú no se curan con balas ni amenazas—, basta ver su trato con los dirigentes para tener una idea de sus modales; basta oír sus declaraciones a la prensa. El pueblo no votó por el señor Valdez, ni menos para que incendiara el país en provecho de la felicidad de Keiko Fujimori. Y lo está logrando sin duda pero con murmuraciones. Si fuera tan valiente como intenta presentarse, por qué el premier no plancha su traje militar, se lo pone y enrumba al VRAE, a demostrar su valentía ante grupos realmente armados, no frente a los que salen a las calles a manifestar sus reclamos y desasosiegos con arengas y sin más armas que sus propios brazos, fatigados por el trabajo, oprimidos y humillados. Basta ya de apresar a dirigentes que defienden una causa justa, tal es el caso del padre Marco Arana, cuya convicción cristiana, siempre al lado de los indefensos, debería llenarnos de orgullo. Golpearlo y detenerlo brutalmente no hace sino mostrar el verdadero rostro de un sector del Gobierno que se niega a aceptar la realidad del Perú, sembrada de conflictos sin resolver en todo su territorio, tan advertida con anticipación por los informes de la Defensoría del Pueblo.
Mi apoyo fue insistente y
público a Ollanta Humala como candidato a la presidencia de la República, y
siento el imperativo de hacer pública una declaración de mi parte confesando el
dolor que me causan sus actos desde el principio de su Gobierno. Me sentiría muy
mal si permaneciera callado. Tuve mucha esperanza en él y ahora temo que fuera
una fugaz ilusión, inventada quizás por tanto desengaño, en la desesperación de
aferrarnos a la primera tabla de salvación que encontramos y en la que el
pueblo peruano depositó su fe. Pensé que Humala era un hombre sincero, con
ideales progresistas y una sana ambición de entrar a la historia. Ahora me temo
que sólo aspirara a entrar a Palacio. Nunca abrigué la quimera de que fuera un
hombre de izquierda, lo veía como un político comprometido con los intereses
nacionales que son los intereses populares, y con ganas de realizar algunas
transformaciones con honradez y coraje. No me imaginé, aunque nunca lo traté
personalmente, que pudiera carecer de lealtades, como podemos ahora figurarnos
al verlo abandonar a sus más cercanos colaboradores, compañeros de campaña,
error que le viene costando consecuencias imprevistas.
El panorama del país, al asumir el poder el presidente Ollanta Humala, era de paz y optimismo, de entusiasmo y confianza en el equipo de Salomón Lerner, de concordia y diálogo que se reflejó en el despegue de la popularidad del presidente en las encuestas, situación muy diferente si se compara con el paisaje de sangre y duelo, de indignación y zozobra que predomina hoy con el premier Óscar Valdez.
Nunca pensé que Humala insertaría en su entorno a militares renuentes al cambio y que nunca dejaron de lubricar su magín con ideas matonescas. De ahí el lenguaje ríspido y confrontacional del actual premier —las heridas del Perú no se curan con balas ni amenazas—, basta ver su trato con los dirigentes para tener una idea de sus modales; basta oír sus declaraciones a la prensa. El pueblo no votó por el señor Valdez, ni menos para que incendiara el país en provecho de la felicidad de Keiko Fujimori. Y lo está logrando sin duda pero con murmuraciones. Si fuera tan valiente como intenta presentarse, por qué el premier no plancha su traje militar, se lo pone y enrumba al VRAE, a demostrar su valentía ante grupos realmente armados, no frente a los que salen a las calles a manifestar sus reclamos y desasosiegos con arengas y sin más armas que sus propios brazos, fatigados por el trabajo, oprimidos y humillados. Basta ya de apresar a dirigentes que defienden una causa justa, tal es el caso del padre Marco Arana, cuya convicción cristiana, siempre al lado de los indefensos, debería llenarnos de orgullo. Golpearlo y detenerlo brutalmente no hace sino mostrar el verdadero rostro de un sector del Gobierno que se niega a aceptar la realidad del Perú, sembrada de conflictos sin resolver en todo su territorio, tan advertida con anticipación por los informes de la Defensoría del Pueblo.
¿El señor Ollanta Humala no
salió, acaso, en el pasado, a expresar su protesta? ¿Tiene algo de obsceno que
la mayoría defienda con fervor el agua, sustento de nuestras vidas? No podemos
callarnos ni permitir que se pida diálogo y el Gobierno responda con fuego. Los
pueblos quieren que se les escuche. La guerra del futuro, entre los países, no
será por el oro sino por el agua. Ya en muchos lugares un vaso de agua cuesta
más que un vaso de gasolina. En un informe que dio a conocer, hace algunos
años, las Naciones Unidas, advierte que después del 2260 se requerirá dos
planetas Tierra para abastecer de agua y alimentos a nuestro planeta. Basta ya
de muertos. Han sido el blanco de las balas un menor de edad y humildes
manifestantes de las calles. No puede ser legítimo mandar cuidar el orden
público con la divisa de disparar. ¿Son esas las instrucciones que ha dado el Ministerio
del Interior? ¿A este estado de barbarie hemos llegado? Necesitamos por el bien
del Perú que las cosas se esclarezcan y que los ministros que no sirven se
vayan hoy mismo a sus casas. La terquedad política no es una buena consejera.
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