No hace mucho el periodista César Hildebrandt se hacía una pregunta similar (“¿Quién realmente maneja el país?”) y, en su contundente respuesta, el presidente Ollanta Humala y su esposa Nadine Heredia quedaban casi al nivel de dos fantoches. Yo mismo se lo he preguntado a uno que otro insider político y sus comentarios han tendido a la conjetura. A mí me gusta imaginar ese tiempo muerto posterior a las elecciones como el tiempo de un falso cortejo, el tiempo de un simulacro de acuerdo entre un empresariado que finge aceptar la derrota, y un nuevo presidente que finge creer que dialoga con nobles perdedores.
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En una de las escenas más emotivas e impactantes de Buenos muchachos (1990) de Martin Scorsese, Tommy DeVito (Joe Pesci) recibe una excelente noticia: será ascendido, dejará el periodo de iniciación criminal y se transformará en un hombre de honor (o made man) dentro de la mafia italiana de Nueva York. Este hecho simbólico lo volverá intocable. La ceremonia, según lo pactado, se celebra en casa de uno de los capos más poderosos. DeVito recibe la bendición materna y arriba al evento con su mejor traje de gala. Está radiante y se muestra agradecido hasta el mismo momento en que se da cuenta de que no hay ceremonia ni ascenso ni blindaje, y que la reunión para agasajarlo es en realidad una cita anticipada con la muerte. Lo acribillan de un balazo en la cabeza justo cuando la volteaba para pedir explicaciones. Fue sacrificado por el asesinato de Billy Batts, un verdadero made man. La mafia no perdona y jamás olvida.
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Como tengo una imaginación frondosa, me atrevo a pensar que esas reuniones de festejo entre los presidentes electos y los peruanos que están acostumbradas a decidir por ellos, guardan alguna semejanza con la escena cinematográfica que acabo de describir. Al inicio, el saludo respetuoso, el trato de iguales y la palmadita en el hombro del que es ya —al menos, en apariencia— un made man; más adelante, uno que otro chistecito subido de tono hasta el brindis de caballeros por el triunfo democrático del “señor presidente”; finalmente, el llamado a la seriedad y luego la elegancia de las formas que se irán perdiendo, lenta y paulatinamente, cuando el futuro gobernante actúe fingiendo no entender. El arma más poderosa será siempre la palabra justa y punzante que, siendo interpelación y amenaza, se disfraza de consejo amistoso. El presidente sacrificado no muere físicamente como el DeVito de Buenos muchachos y, sin embargo, en ese ambiente de lujo y opresiva camaradería, poco a poco se irá extendiendo un denso olor a cadáver político.
Un presidente que traiciona a sus electores y —arrodillado, muerto de miedo— abandona sus principios y declina su liderazgo, es siempre un presidente muerto.
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Tampoco estaría de más preguntarse si el que gobierna actualmente el Perú es el señor Ollanta Humala o su doble degradado. Nadie, ni siquiera esa derecha que ahora lo insulta públicamente en las portadas de los diarios concentrados, parecía prever la rapidez y el dramatismo de un giro político tan radical, de esa anunciada transformación que terminó siendo una insidiosa traición, y que, siguiendo con el símil cinéfilo, bien podría ser el fruto de una secreta lobotomía en una película de ciencia ficción. El caso de Cajamarca sea, quizás, ejemplar para alimentar nuestra hipótesis del doppelgänger del presidente.
Los que hablan de una traición del mandatario al Presidente Regional de Cajamarca, Gregorio Santos —actualmente en prisión preventiva—, cuentan que fue el entonces candidato Humala quien, en plena campaña electoral, luego de perder en Cajamarca ante el Fujimorismo, promovió una reunión con él. La estrategia era clara: sin la ayuda del popular ‘Goyo’, sería muy difícil ganarle en segunda vuelta a un Fujimorismo reforzado por los votos de los seguidores de PPK, Solidaridad Nacional y de gran parte del Toledismo. Lima —lo sabían— ya estaba perdida.
Humala no había querido negociar antes y, por esa razón, el partido de Santos no se había movilizado para apoyarlo. Sin los votos cajamarquinos, sin ese crucial apoyo que Santos había condicionado a la intervención del futuro gobernante en la revisión de los contratos mineros con la empresa estadounidense Newmont y la peruana Buenaventura SA de la familia Benavides en torno al proyecto Conga, Humala no hubiera llegado a presidente.
En Cajamarca, Humala terminó ganando por 150 mil votos.
En Lima, perdió por 800 mil.
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En adelante, una vez ganada la elección, el Humala de la Gran Transformación sufrirá una extraña y violenta metamorfosis que echa por tierra todas y cada una de las promesas del Humala candidato hacia la población cajamarquina que lo hizo ganar y confió en él. Hildebrandt lo resume de esta forma:
“En la campaña dijo en Cajamarca que el agua estaba antes que el oro. Apenas elegido, afirmó que se conciliarían el oro y el agua. Luego, de la mano con minera Yanacocha, terminó considerando primero al oro. Mientras tanto, la mina construye un reservorio artificial de agua para seguir con el plan de siempre de afectar cuatro lagunas. No está claro si se saldrán con la suya. Creo que el viento está cambiando en Cajamarca y en el país. Por lo mismo, debemos reflexionar sobre quiénes realmente manejan este Perú maldecido por el oro.”
La extraña encarcelación de Gregorio Santos, por otro lado, parece tener todas las trazas de una vendetta política. Si la prisión preventiva es un mecanismo legal que se aplica cuando el procesado entorpece el proceso judicial o hay indicios de que podría fugarse, ¿cómo interpretar, entonces, su aplicación en contra de alguien como Santos, quien además de tener un domicilio conocido y un trabajo fijo, había asistido rigurosamente a todas las citaciones dispuestas por la ley?